Crónica del Colibri: SEMANA 1
Yo, el colibrí, mensajero del viento y guardián del néctar secreto de las palabras, me he posado esta vez en un jardín distinto: un territorio sembrado de voces antiguas y nuevas, Allí donde cada historia, al ser dicha, no muere: florece, se propaga como brisa viva y toca el corazón del que la escucha.
Desde mi plumaje iridiscente observado con gozo cómo se está abriendo en nuestro país, Paraguay, un portal: la Primera Bienal de Oralidad, un conjuro colectivo, un rito cultural y una fiesta de la palabra viva. En este espacio, el mensaje se imprimirá en el alma, y abrazará, y se encenderá como brasita en los labios de quienes aún creen que contar es sembrar.
He sentido el llamado del Ñañohendu, para escucharnos, y puedo ver cómo la palabra contada será cálida y llena de encantamientos, y esto hará que todo se detenga para compartir una historia.
Y para ello, estarán volando hasta aquí, como semillas al viento, narradores y narradoras de latitudes lejanas y cercanas. Puedo predecir y verlos llegar con sus mochilas llenas de siglos, con la experiencia escrita en la piel y la sabiduría ardiendo como luciérnagas en la mirada. Son artistas del gesto y del tiempo, alquimistas de la voz, cada uno con formaciones tan vastas como sus corazones: filósofos de la palabra, poetas de la infancia, educadores de la esperanza, mediadores de culturas, sembradores de libros. Basta con cerrar los ojos y dejar que hablen sus cuentos.
Cronista del viento y testigo del alma contada
Desde Camerún y España, desde Brasil, Chile, Argentina y más allá, están trayendo relatos que cruzan océanos, historias que huelen a selva, a desierto, a pan caliente y a libro viejo. Traen cantos y silencios, risas que curan y relatos que estremecen. Traen sus lenguajes como agua que nos hermana. Y lo hacen con una generosidad antigua, como quien comparte el fuego alrededor de un fogón.
He escuchado cuentos. He sentido cómo un relato puede brotar como una lágrima o estallar como una carcajada. He visto a niños y abuelas, a docentes y artistas, a caminantes y buscadores, detenerse a beber de esta fuente que nunca se agota: la palabra dicha con el corazón.
Y en esta danza del verbo y la memoria, los nuestros —los narradores locales— tejerán también su ofrenda. Con manos de barro e historias que los hacen ser, con voces de río, con acentos que saben a yerba y yuyos vivos, demostrarán que la oralidad no es nostalgia, sino futuro. Que no es un arte menor, sino raíz que sostiene el árbol entero de nuestra cultura.
Por eso escribo estas líneas suspendidas entre el cielo y la tierra, porque como colibrí sé que la belleza habita en lo pequeño, en lo fugaz, en lo que tiembla y transforma. Y esta Bienal es un salto necesario. Un llamado al Ñañohendu. Una siembra.
Hoy, mientras el sol acaricia las alas de la tarde, dejo mi mensaje para todos los que hacen posible este milagro: contemos y sigamos contando. Que no se apague la voz.
Que cada palabra pronunciada en esta Bienal se convierta en eco, camino, raíz, tronco, y ramas para que cada cuentacuento, cada narrador encuentre ese nido sostenido en una inmensa rama.
Porque allí donde hay un cuento, hay un colibrí que escucha.
— El colibrí
Cronista del viento y testigo del alma contada